El sol de la tarde se filtraba por la ventana,
e iluminaba con sus rayos aquella mesa oscura
donde siempre me sentaba a escribir.
Sobre la mesa descansaba un ramo de flores
que me había regalado mi amado la noche anterior:
flores frescas, de un color naranja vibrante,
como los rayos del sol que contrastaban con el fondo de madera.
Justo encima de la agenda,
mi gata se posaba con elegancia,
mirándome con sus ojos azul celeste,
como el cielo que me acompaña
cuando escribo en silencio.
Me quedé observando las flores,
dejando que su fragancia suave llenara el aire.
Tomé el bolígrafo y pensé:
en la simplicidad de una flor se esconden los secretos más profundos de la vida.
Con un suspiro empecé a escribir.
Las palabras fluían casi como un susurro,
mientras el bolígrafo se deslizaba suavemente sobre el papel.
La historia que emergía no solo contaba la vida de un personaje,
sino también mis propias esperanzas, miedos y sueños.
Las flores parecían inclinarse hacia mí,
como si escucharan con atención cada palabra escrita,
cada emoción vertida en esa página.
Al cabo de unas horas levanté la vista y sonreí:
la luz del sol se había desvanecido,
dejando solo una suave penumbra.
Pero en mi agenda,
un nuevo capítulo había cobrado vida,
alimentado por la belleza simple
y la inspiración que aquellas flores me habían regalado.